José Maitre, ciego
José Maitre pertenecía a la clase media de la sociedad. Gozaba de un modesto bienestar que le ponía al abrigo de las necesidades. Sus padres le habían hecho dar una buena educación y le destinaban a la industria, pero a los veinte años se quedó ciego. Murió cuando tenía unos cincuenta años.Una segunda dolencia vino a herirle. Cerca de diez años antes de su muerte se quedó completamente sordo. de modo que sus relaciones con los vivos sólo podían tener lugar por medio del tacto. No ver era ya muy penoso, pero no oír era un cruel suplicio para aquel que, no habiendo
gozado de todas sus facultades, debía sentir aún mejor los efectos de esta doble privación. ¿Por qué había merecido esta triste suerte? No sería por su última existencia, porque su conducta había sido siempre ejemplar. Era buen hijo, de un carácter dulce y benévolo, y cuando se vio, para colmo de males, privado del oído, aceptó esta nueva prueba con resignación, y nunca se le oyó pronunciar una queja. Sus conversaciones denotaban una perfecta lucidez de entendimiento y una inteligencia poco común.
Una persona que le había conocido, presumiendo que se podían sacar útiles instrucciones de una conversación con su espíritu, le llamó, y recibió de él la comunicación siguiente, en contestación a las preguntas que se le dirigieron.
París, 1863
Amigos míos, os doy gracias por haberos acordado de mí, aunque quizá no hubierais pensado en ello, si no hubieseis creído sacar algún provecho de mi comunicación. Pero sé que os anima un objeto formal. Por esto vengo con gusto a vuestro llamamiento. Puesto que se me permite, dichoso soy en poder servir a vuestra instrucción. ¡Ojalá que mi ejemplo pudiese aumentar las pruebas tan numerosas, que los espíritus os dan, de la justicia de Dios!.
Me habéis conocido ciego y sordo, y os habéis preguntado lo que había hecho para merecer semejante suerte. Voy a referíroslo. Sabed desde luego que es la segunda vez que he sido privado de la vista.
En mi precedente existencia, que tuvo lugar a principios del último siglo, quedé ciego a la edad de treinta años, a consecuencia de excesos de todas clases que habían arruinado mi salud y debilitado mis órganos. Ya era un castigo por haber abusado de los dones que había recibido de la Providencia, porque estaba ricamente dotado, pero en lugar de reconocer que yo era la primera causa de mi dolencia, acusaba de ésta a la misma Providencia, en la que, hablando francamente,creía poco. He blasfemado de Dios, le he renegado, le he acusado, diciendo que si existía, debía ser injusto y malo, puesto que así hacía sufrir a sus criaturas. Por el contrario, debía haberme considerado feliz por no verme en la necesidad de mendigar el pan como otros desgraciados ciegos.
Pero no, no pensaba sino en mí, y en la privación de los goces que se me había impuesto. Bajo el imperio de estas ideas y de mi falta de fe, me había vuelto áspero, exigente, insoportable, en una palabra, para aquellos que me rodeaban. La vida en adelante no tenía objeto para mí. No pensaba en el porvenir, que miraba como una quimera. Después de haber agotado inútilmente todos los recursos de la ciencia, viendo mi curación imposible, resolví acabar más pronto, y me suicidé.
Cuando salí de mi estupor estaba sumergido en las mismas tinieblas que durante mi vida. No
tardé en reconocer que no pertenecía al mundo corporal, pero era un espíritu ciego. ¡La vida de
ultratumba era, pues, una realidad! En vano trataba de quitármela para hundirme en la nada.
Chocaba en el vacío. Si esta vida debía ser eterna, como había oído comentar, ¿estaría, pues,
durante la eternidad en esta situación? Este pensamiento era horrible. No sufría dolor físico, pero
explicaros los tormentos y las angustias de mi espíritu, es algo imposible. ¿Cuánto tiempo duró
esto? Lo ignoro. ¡Pero qué largo me pareció!
Extenuado, fatigado, me puse sobre mí. Comprendí que una potencia superior me dominaba.
Me dije que si esta potencia podía oprimirme, podía también aliviarme, e imploré su piedad. A
medida que rogaba y que mi fervor aumentaba, alguien me decía que mi cruel situación tendría
término. La luz se hizo, en fin, mi alborozo fue extremo cuando entreví las celestes claridades, y
distinguía los espíritus que me rodeaban, sonriendo con benevolencia, y a los que se mecían
radiantes en el espacio. Quise seguir sus pasos, pero una fuerza invisible me retuvo. Entonces uno
de ellos me manifestó: “Dios, a quien has desconocido, ha tomado en cuenta tu conversión a Él, y
nos ha permitido restituirte la luz, pero no has cedido sino a la fuerza y al cansancio. Si quieres en
adelante participar de la dicha que se goza aquí, es necesario probar la sinceridad de tu arrepentimiento y de tus buenos sentimientos volviendo a empezar tu prueba terrestre, en tales condiciones, que estarás expuesto a caer en las mismas faltas, porque esta nueva prueba será más ruda todavía que la primera.” Acepté solícito, prometiéndome con firmeza no faltar a ellas.
Volví, pues, a la Tierra con la existencia que conocéis. No tuve trabajo en ser bueno, porque no era malo por naturaleza. Me rebelé contra Dios y Dios me castigó. Vine a ella con fe innata, por esto no murmuré de Él, y acepté mi doble dolencia con resignación y como una expiación que debía tener su origen en la soberana justicia. No me desesperaba por el aislamiento en que me encontraba en los últimos años, porque tenía fe en el porvenir y en la misericordia de Dios. Me ha sido, además, muy provechoso, porque durante esa larga noche en que todo era silencio, mi alma, más libre, se lanzaba hacia el Eterno, y con el pensamiento entreveía lo infinito. Cuando ha venido el fin de mi destierro, el mundo de los espíritus no ha tenido para mí sino esplendores y goces inefables.
La comparación con el pasado me hace encontrar mi situación relativamente muy dichosa, y por ello doy gracias a Dios. Pero cuando miro adelante, veo cuán lejos estoy todavía de la dicha perfecta. He expiado, me es preciso reparar ahora. Mi última existencia ha sido provechosa sólo para mí. Espero volver pronto a comenzar una nueva en que podré ser útil a los otros. Ésta será la reparación de mi inutilidad precedente. Solamente entonces avanzaré en el camino bendecido,abierto a todos los espíritus de buena voluntad.
He aquí mi historia, amigos míos. Si mi ejemplo puede iluminar a algunos de mis hermanos encarnados y privarles de caer en el fango en que he caído, habré comenzado a satisfacer mi deuda.
José
Tomado del libro..El Cielo y el Infierno o la Justicia Divina según el Espiritismo
- Allan Kardec
Visitar el Blog: inquietudesespiritas.blogspot.com