Se cuenta que un día un samurai, grande y fuerte, conocido por su índole violento, fue a procurar a un sabio monje en busca de respuestas para sus dudas.
Monje, dijo el samurai con deseo sincero de aprender, enséñame sobre el cielo y el infierno.
El monje, de pequeña estatura y muy delgado, miró para el bravo guerrero y, simulando desprecio, le dijo:
- Yo no podría enseñarle cosa alguna, usted está inmundo. Su mal genio es insoportable.
- Además, la lámina de su espada está oxidada. Usted es una vergüenza para su clase.
- El samurai quedó enfurecido. La sangre le subió al rostro, tamaña era su rabia, que no consiguió decir ni una sola palabra.
- Empuñó la espada, apuntó sobre la cabeza y se preparó para decapitar al monje.
- " Ahí comienza el infierno” le dijo mansamente el sabio.
El samurai quedo inmóvil. La sabiduría de aquel pequeño hombre lo impresionó. El al final, había arriesgado su propia vida para enseñarle lo que era el propio infierno.
El bravo guerrero bajo lentamente a espada y agradeció al monje por la valiosa enseñanza.
El viejo sabio continuó en silencio.
Pasando algún tiempo el samurai, ya con la intimidad pacificada, pidió humildemente al monje que le perdonase el gesto infeliz.
Percibiendo que su petición era sincera, el monje le habló:
-“ Ahí comienza el cielo”
Para nosotros, resta la importante lección sobre el cielo y el infierno que podemos construir en la propia intimidad.
Tanto el cielo como el infierno, son estados del alma que nosotros elegimos en nuestro día a día.
A cada instante somos invitados a tomar decisiones que definirán el inicio del cielo o el comienzo del infierno.
Es como si todos fuéramos portadores de una caja invisible, donde hubiese herramientas y materiales de primeros auxilios.
Ante una situación inesperada, podemos abrirla y hacer huso de cualquier objeto de su interior.
Así, cuando alguien nos ofende, podemos erguir el martillo de la ira o usar el bálsamo de la tolerancia.
Visitados por la calumnia, podemos usar el hacha de la venganza o la gasa del auto confianza.
Cuando la injuria llamara a nuestra puerta, podemos usar el aguinaldo de la venganza, o el óleo del perdón.
Ante la enfermedad inesperada, podemos echar mano del acido disolvente de la revuelta o empuñar el escudo de la confianza.
Ante la partida de un ser querido, en los brazos de la muerte inevitable, podemos optar por el puñal de desespero o por la llave de la resignación.
En fin, sorprendidos por las más diversas e infelices situaciones, podremos siempre optar por abrir abismos de incomprensión o extender el puente del dialogo que nos posibilite una solución feliz.
La decisión depende de nosotros mismos.
Solamente de nuestra voluntad dependerá nuestro estado íntimo.
Por tanto, crear cielos o infiernos puertas a dentro de nuestra alma, es algo que nadie podrá hacer por nosotros.
- Merche -
“La puerta entre nosotros y el cielo no podrá abrirse mientras esté cerrada la que queda entre nosotros y el prójimo”
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