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martes, 13 de marzo de 2012

Juana de Cusa

                  
Introducción


   “Numerosas escuelas se multiplican para los espíritus desencarnados y, ahora que yo soy un humilde discípulo de estos planteles educativos del Maestro Jesús, reconocí que los planos espirituales también tienen su folklore… De los millares de episodios de este folklore del cielo sobre la vida y obra de Jesús, conseguí reunir treinta y traer al conocimiento del generoso lector que me concede su atención…

    Ahora, para consolidar la curiosidad de los que me leen con el sabor de la crítica, tan a gusto de nuestro tiempo, justificando la substancia real de las narraciones de este libro, citaré al apóstol Marcos cuando dice: “Y sin parábolas nunca les hablaba, pero todo declaraba en particular a sus discípulos” (4; 34); y, el apóstol Juan cuando afirma: “Pero, hay muchas otras cosas que Jesús hizo y que, si cada una de por sí fuese escrita, creo que ni aún todo el mundo podría contener los libros que se escribiesen” (21; 25)…
Pedro Leopoldo, noviembre 9 de 1940 - HUMBERTO DE CAMPOS” (Escritor brasileño fallecido).


JUANA DE CUSA
   Entre la multitud que invariablemente acompañaba a Jesús en las predicaciones del lago, se encontraba siempre una mujer de rara dedicación y noble carácter, y de las más al­tamente colocadas en la sociedad de Cafarnaúm. Se trataba de Juana, esposa de Cusa, el intendente de Antipas, en la ciudad donde se conjugaban intereses vitales de comercian­tes y pescadores.


   Juana poseía verdadera fe; con todo, no consiguió es­caparse de las amarguras domésticas, porque su compañero de luchas no aceptaba las claridades del Evangelio. Considerando sus íntimos sinsabores, la noble dama buscó al Mesías en una ocasión en que él descansaba en casa de Simón, y le expuso su larga serie de contrariedades y padecimientos. El esposo no toleraba la doctrina del Maestro. Alto funcio­nario de Herodes, en perenne contacto con los representan­tes del Imperio, repartía sus preferencias religiosas alternati­vamente, entre los intereses de la comunidad judía y los dioses romanos, lo que le permitía vivir en fácil tranquilidad y reposo. Juana confesó al Maestro sus temores, sus luchas y disgustos en el ambiente doméstico, exponiendo sus amar guras de acuerdo a las divergencias religiosas existentes entre ella y el compañero.


Después de escuchar su larga exposición, Jesús ponde­ró:
- Juana, sólo hay un Dios, que es Nuestro Padre, y sólo existe una fe para nuestras relaciones con su amor. En el mundo hay ciertas manifestaciones religiosas, que muchas veces no pasan de vicios populares en los hábitos exteriores. To­dos los templos de la Tierra son de piedra; yo vengo en nombre de Dios, a abrir el templo de la fe viva en el corazón de los hombres. Entre el sincero discípulo del Evangelio y los errores milenarios del mundo, comienza a trabarse el combate sin sangre de la redención espiritual. Agradece al Padre el haberte juzgado digna de buen trabajo desde ahora. ¿Tu esposo no comprende tu alma sensible? Algún día lo hará. ¿Es irreflexivo e indiferente? Amalo aún así. No te encontrarías unida a él si no hubiera para eso una razón justa. Sirviéndolo con amorosa dedicación, estarás cumpliendo la voluntad de Dios. Me hablas de tus recelos y tus dudas. Debes, por el Evangelio, amarlo aún más. Los sanos no necesitan de médico. Además de eso, no podemos recoger uvas de los espinos, pero podemos abonar el suelo que produjo car­dos venenosos, para cultivar en él mismo la maravillosa vid del amor y de la vida.
Juana dejaba entrever en el suave brillo de los ojos la satisfacción íntima que aquellos esclarecimientos le causa­ban; pero patentando todo su estado de alma, interrogó:
- Maestro, vuestra palabra alivia mi espíritu atormen­tado; entretanto, siento extrema dificultad para un entendi­miento recíproco en el ambiente de mi hogar. ¿No juzgáis correcto que luche por imponer vuestros principios? ¿Actuando así, no estaré reformando a mi esposo para el cielo y para vuestro reino?
Cristo sonrió serenamente y respondió:
- ¿Quién sentirá más dificultad en extender las manos fraternas, será el que llegó a las márgenes seguras del conocimiento con el Padre, o aquél que aún se debate entre las olas de la ignorancia o la desolación  de la inconstancia o de la indolencia del espíritu? En cuanto a la imposición de las ideas - continuó Jesús, acentuando la importancia de sus palabras - ¿por qué motivo Dios no impone su verdad y su amor a los tiranos de la Tierra? ¿Por qué no fulmina con un rayo al conquistador desalmado que extiende la mi­seria y la destrucción con las fuerzas siniestras de la guerra? La sabiduría celeste no extermina las pasiones, las transfor­ma. Aquél que sembró el mundo de cadáveres, despierta a veces para Dios apenas con una lágrima. El Padre no impo­ne la reforma a sus hijos, los esclarece en el momento opor­tuno. Juana, el apostolado del Evangelio es el de colabora­ción con el cielo en los grandes principios de la redención. Sé fiel a Dios amando a tu compañero del mundo como si fuera tu hijo. No pierdas tiempo en discutir lo que no sea ra­zonable. Dios no entra en contiendas con sus criaturas y tra­baja en silencio por toda la Creación. ¡Anda! ¡Esfuérzate también en el silencio y, cuando sea convocada al esclareci­miento, haz uso del verbo dulce o enérgico de la salvación, según las circunstancias! ¡Vuelve al hogar y ama a tu com­pañero como el material divino que el cielo colocó en tus manos para que talles una obra de vida, sabiduría y amor!
    Juana de Cusa experimentaba un alivio blando en el corazón. Enviando a Jesús una mirada de cariñoso agradecimiento, aún escuchó sus últimas palabras:
- ¡Anda, hija! ¡Sé fiel!
   Desde ese día memorable para su existencia, la mujer de Cusa experimentó en el alma la claridad constante de una resignación siempre lista al buen trabajo y siempre activa para la comprensión de Dios. Como si la enseñanza del Maestro estuviese ahora grabada indefinidamente en su al­ma, consideró que antes de ser esposa en la Tierra, ya era hija de aquél Padre del Cielo que conocía su generosidad y sacrificios. Su espíritu divisó en todas las labores una luz sa­grada y oculta. Trató de olvidar todas las características inferiores del compañero para observar solamente lo que po­seía él de bueno, desarrollando en las menores oportunida­des el embrión vacilante de sus virtudes eternas. Más tarde, el cielo le envió un hijito que vino a duplicar sus trabajos; ella, sin embargo, no olvidando las recomendaciones de fide­lidad que Jesús le había hecho, transformaba sus dolores en un himno de triunfo silencioso en cada día.
    Los años pasaron y el esfuerzo perseverante le multi­plicó los bienes de la fe en la marcha laboriosa del conoci­miento y de la vida. Las persecuciones políticas aparecie­ron sobre la existencia de su compañero. Con todo, Juana se mantenía firme. Torturado por las ideas odiosas de ven­ganza, por las deudas insaldables, por las vanidades heridas, por las molestias que le achacaban el cuerpo, el ex-intenden­te de Antipas volvió al plano espiritual en una noche de sombras tempestuosas. Su esposa, todavía soportó los sinsa­bores más amargos, fiel a sus ideales divinos edificados en la confianza sincera. Obligada por las necesidades más duras, la noble dama de Cafarnaúm buscó trabajo para mantenerse con el hijo que Dios le confió. Algunas amigas le llamaron la atención, tomadas de respeto humano. Juana, no obstante, buscó esclarecerlas, alegando que Jesús igualmente había trabajado, haciendo callosas sus manos con las sierras de mo­desta carpintería y, que sometiéndose ella a una situación de subalterna en el mundo, se dedicaba primeramente a Cristo, de quien se había hecho devota esclava.
    Llena de sincera alegría, la viuda de Cusa olvidó el confort de la nobleza material, se dedicó a los hijos de otras madres, se ocupó con los más bajos quehaceres domésticos para que su hijito tuviese pan. Más tarde cuando la nieve de las experiencias del mundo le encaneció los primeros cabe­llos de la frente, una galera romana la conducía en su inte­rior, en calidad de humilde sierva.
    En el año 68, cuando las persecuciones al Cristianis­mo eran intensas, vamos a encontrar en uno de los espectá­culos sucesivos del circo, a una vieja discípula del Señor amarrada a un poste de martirio, al lado de un hombre joven, que era su hijo.
    Ante el vociferar del pueblo fueron ordenadas las pri­meras flagelaciones.
- ¡Abjura! - exclama un ejecutor de las órdenes imperiales, de mirada cruel y sombría.
    La antigua discípula del Señor contempla el cielo sin una palabra de negación o de queja. Entonces el látigo vibra sobre el joven semidesnudo, que exclama, entre lágrimas: "- ¡Repudia a Jesús madre mía! ¿¡No ves que nos per­demos?! ¡Abjura por mí, que soy tu hijo!".
    Por la primera vez, de los ojos de la mártir corrió una fuente abundante de lágrimas. Los ruegos del hijo son espa­das de angustia que le destrozan el corazón.
- ¡Abjura! ¡Abjura!
    Juana escucha aquellos gritos, recordando su vida en­tera. El hogar feliz y festivo, las horas de ventura, los disgus­tos domésticos, las emociones maternales, los fracasos del esposo, su desesperación y su muerte, la viudez, la desola­ción y las más duras necesidades. En seguida, ante los pedidos desesperados del hijo, recordó que María también había sido madre y, viendo a su Jesús crucificado en el madero de la infamia, supo conformarse con los designios divinos. Sobre todo los recuerdos, como alegría suprema de su vida, le pareció escuchar aún al Maestro en casa de Pedro, diciéndo­le: "¡Anda hija! ¡Sé fiel!" Entonces, poseída de fuerza sobrehumana, la viuda de Cusa contempló a la primera vícti­ma ensangrentada y, fijando en el joven una mirada profun­da e inexpresable, en su dolor y en su ternura, exclamó fir­memente:
- ¡Calla hijo mío! Jesús era puro y no despreció el sacrificio. ¡Sepamos sufrir en la hora dolorosa, porque an­tes de todas las felicidades transitorias del mundo, es necesa­rio ser fiel a Dios!
    En ese momento, con los aplausos delirantes del pueblo, los verdugos incendiaron a su alrededor leñas impregna­das de resinas inflamables. En pocos instantes las llamaradas llegaron a su cuerpo envejecido. Juana de Cusa contempló con serenidad la masa popular que no entendía su sacrificio. Los gemidos de dolor morían ahogados en el pecho oprimi­do. Los verdugos de la mártir la insultaban aún en la hoguera:
- ¿Tu Cristo solamente supo  enseñarte a morir? - pre­guntó uno de los hombres.
   La vieja discípula, concentrando su capacidad de resistencia, tuvo aún fuerzas para murmurar:
- ¡No tan solo a morir, sino también a poder amar­los!
   En ese instante, sintió que la mano consoladora del Maestro le tocaba suavemente los hombros, y escuchó su voz cariñosa e inolvidable:
- ¡Juana, ten buen ánimo! ¡Yo estoy aquí!

Tomado del libro “BUENA NUEVA” de FRANCISCO CÁNDIDO XAVIER (Médium Espirita) y HUMBERTO DE CAMPOS (Espíritu desencarnado).
Elaborado por: GILGARAL



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