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lunes, 26 de octubre de 2015

Las pruebas de la vida

             
En alabanza de la verdad


… disculpadnos la sugestión de trabajo, aunque roguéis la luz sin esfuerzo. … el Espiritismo que indaga simplemente dio lugar, hace mucho tiempo, al Espiritismo que extiende los brazos. … atravesáis una verdadera floresta, donde los caminos de vuelta al campo de la luz divina parecen intransitables.

Pensamientos de egoísmo, de incomprensión, de discordia, vanidad y orgullo se entrechocan, a la manera de proyectiles invisibles alrededor de vuestra personalidad, y se hace imperioso el coraje para que los óbices multiplicados no nos venzan las labores recíprocas. … efectivamente, vuestra búsqueda es noble y edificante. … ¡ bienaventurados aquéllos que demandan la verdad y que la anhelan como pasaje liberador en el rumbo de la claridad eterna !. … no comencéis la empresa de la propia iluminación, al modo de un hombre que iniciase la construcción de una casa por el techo. … deletread, antes de todo, el alfabeto de la bondad.

Sin las primeras letras del amor, nunca entenderemos el sagrado poema de la vida. … es indispensable abrir el corazón, vaso destinado a las simientes del Cielo, convirtiéndonos en instrumentos del bien activo e incesante.… no iluminaremos la mente sin purificar los ojos, tanto como nadie alcanza ser discípulo del Señor, sin movilizar las manos en la obra redentora de la Tierra. … empecemos la restauración de nuestros propios destinos, comprendiéndonos mutuamente. … ¿qué lección recogeremos en la visita de bienhechores que resisten a la distancia, si no aprendemos la fraternidad primaria con el prójimo?. … oigamos el mensaje de las necesidades que nos rodean.

Hay dolor e ignorancia, tiniebla e indiferencia, en la senda en que pisáis, extendamos, a través de ellas, nuestro sentimiento cristiano, imitando al labrador que no desampara la tierra enlodada del charco.… no esperemos el paraíso, cuando ni aun auxiliamos en el cultivo del suelo en que operamos.… espíritus endeudados, ante la Bondad Divina que nos dio oídos para registrar las enseñanzas de la vida, ojos para sorprender la luz, brazos para erguir el castillo de nuestra propia felicidad y recursos inmensos para que dilatemos nuestro propio engrandecimiento espiritual, guardemos la fe, sirviendo y auxiliando, corrigiéndonos a nosotros mismos y amando a todos, en alabanza de la verdad.… nuestra vida es un campo abierto.

Nuestro corazón es una fuente. Cada uno de nuestros actos es un mensaje vivo. Que nuestra alma se enamore del bien supremo, bajo la inspiración de Jesús, a fin de que el mundo se transforme en Su Reino.

De mensaje recibido. 1950

Espíritu Bezerra de Menezes
Médium Francisco Cândido Xavier
Extraído del libro “Bezerra, Chico y usted”

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  LAS PRUEBAS DE LA VIDA

    Con frecuencia, muchas personas sufrimos en la vida ante dificultades y circunstancias que ponen a prueba nuestra fe, nuestra fuerza interior, nuestra entereza, resignación, etc; en definitiva constituyen lo que el entrenamiento al atleta, que sin el mismo no puede estar fuerte ni  agil como para competir con éxito.

    Estas pruebas, a veces nos son impuestas como tales, o simplemente son el resultado de nuestros actos cometidos libre y voluntariamente. 

    Enseguida pensamos en Dios como responsable o autor de nuestras circunstancias amárgas o difíciles, de modo que huímos de la responsabilidad de nuestros actos y de nuestra vida. Creo  sin embargo, que Dios no es un ser que se dedique a espiarnos a todos y cada uno individualmente para imponernos duras pruebas o castigos. Si así lo creyéramos, ¿ qué sentido tendría esto?. Sin embargo hay una ley espiritual que conocemos como ley de   Causa y Efecto o ley de Consecuencias, que responde justa y automáticamente ante nuestros actos,  de modo que tiende a corregir y compensar nuestros errores cometidos en el pasado terrenal.   En cualquier caso las pruebas correctoras de nuestros actos, tienden a nuestra mejora evolutiva, y cuando no son correctoras sino impuestas por Voluntad Divina, no son para mortificarnos sin razón, sino para nuestro bien , pues si las superamos salimos espiritualmente más cualificados y fortalecidos, y siempre quedan al alcance de nuestra inteligencia y de nuestra fuerza espiritual, pues el Padre nunca nos impone algo que de antemano sabe perfectamente que no depende de nuestro libre arbitrio sino de unas capacidades que aun no hemos conquistado.  Además son pruebas que normalmente aceptamos antes de reencarnar de nuevo a esta existencia y por tanto las afrontamos con el ánimo subconsciente  y necesario para superarlas, más aún teniendo en cuenta que la ayuda de nuestros guías espirituales no nos falta nunca que sintonicemos normalmente con ellos mediante nuestros pensamientos y actos positivos. De ahí  que se dice que Dios a nadie impone pruebas sin haberle dado antes la fuerza para superarlas, o también que "Dios aprieta pero no ahoga".
    Tengamos en cuenta que aunque encarnados en esta vida, no dejamos de ser espíritus que podemos alcanzar un grado de comunicación e influencia con otros espíritus del mundo espiritual, y estas relaciones entre espíritus se producen sintonizando las frecuencias mentales entre ellos. De ahí que decía que es necesaria la sintonía con nuestros espíritus guías y amigos protectores, que nos influencian y ayudan en nombre de Dios para superar las pruebas que nos salen al paso.  Recordemos la promesa de Jesús de Nazaret: “ Pedir y se os dará”.
    Además pensemos que en la vida todo es pasajero, y las pruebas que nos puedan atormentar, finalmente también pasarán; depende de nosotros que esto sea con resultados positivos o negativos, según que las aceptemos y las aprovechemos para evolucionar y crecer con ellas.


- Jose Luis  Martín -
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          LA OBSESIÓN (PSICOGRAFÍA)

"Dos cosas esenciales  hay que hacer ante un caso de obsesión : Probar al espíritu que no somos sus juguetes y que le es imposible engañarnos; en segundo lugar, probar su paciencia mostrándonos más pacientes que él; convencido de perder su tiempo; acabará por retirarse, como lo hacen los inoportunos a los cuales no prestamos oídos." (Segunda Parte, cap. XXIII, item 249)*

Tomar conciencia del asedio espiritual de carácter negativo es, sin duda, para el médium, de importancia fundamental en la vuelta del equilibrio, porque el médium que ignora o no admite que pueda sufrir influencias perniciosas casi estará, por eso mismo, bajo su acción, dificultando la benéfica intervención de los que se disponen a auxiliarlo.

Cuando el médium, inspirado por la humildad, reconoce su vulnerabilidad a los espíritus obsesores, él, modificando el propio tono mental, comienza a liberarse de su influencia, a semejanza de alguien que, después de largo tiempo de esclavitud, decide tomar la iniciativa de sacudir el yugo opresor.

Por su condición espiritual, los espíritus perseguidores desean resultados inmediatos en sus planes y, así impacientes, abandonan las víctimas sobre las cuales no los consiguen concretar.

El médium que persevere en la resistencia al mal, por la vivencia en el bien, acabará por adoctrinar a los propios obsesores, convenciéndolos de la sinceridad de sus nuevos propósitos y, temerosos de, al contrario de influenciar, terminaran influenciados por los ejemplos positivos que se le hacen constantemente, los espíritus desajustados, aunque a disgusto, se distancian de la presencia de aquellos a quien intentan perjudicar.

Después de obtener lo que desean, junto a ellas, es común que las entidades obsesoras dejen las víctimas entregadas a las consecuencias infelices de sus tramas, amargándoles las secuelas espirituales en los sanatorios y en las penitenciarias, en el calabozo voluntario de los cuartos oscuros y en las cloacas del vicio…

¡Por tanto, la obsesión más temible no es aquella que ya se consumó, y sí la que está en vías de consumarse! ¡El obsesado que nos solicita cuidados improrrogables no es aquel sobre el cual la obsesión ya se declaró de manera inequívoca, y sí aquel que presentimos en vísperas de grandes desastres morales!

El médium interesado en proseguir en la tarea de la mediumnidad necesita ser firme en sus convicciones, no rechazando el cumplimiento del deber, que le garantiza equilibrio "para el gasto diario"…

Sin asiduidad al servicio mediúmnico, a través de su tiempo ocioso, el médium posibilitará a los obsesores brechas en su vigilancia, permitiéndoles minar su resistencia psíquica, hasta que le sea comprometida por completo su integridad.

La disciplina moral e intelectual es factor imprescindible a la sintonía continua que el médium necesita establecer con los Espíritus Amigos, huyendo a las indeseables interferencias en su "canal de transmisión"…

Está claro que la condición mediúmnica ideal aun está lejos de ser alcanzada por los médiums del mundo, aunque no seamos perfectos, no podemos ignorar que somos criaturas perfectibles, o sea, necesitamos aplicarnos al constante perfeccionamiento de nuestras facultades sensitivas; esto ocurrirá por una concienciació n cada vez mayor y más clara de lo que pretendemos de nosotros, ¡delante de la Vida!

Cuando los obsesores desisten de asediar a los médiums que les "agotan la paciencia", reconociendo la fragilidad de sus intenciones, naturalmente se predisponen a seguir otros caminos, acatando las sugestiones de los Instructores Espirituales que, entonces, a ellos consiguen aproximarse con mayor provecho. ¡Por esto volvemos a afirmar que la adoctrinación de cualquier obsesor sin el concurso del obsesado es prácticamente imposible!

Quien se reconoce en flagrante estado obsesivo – esté o no en el ejercicio consciente de la mediumnidad – deberá apegarse a labores espirituales, trabajando, cuanto más perturbado se sienta, no cediendo treguas a las ideas pesimistas que ceden "carroña" a los pensamientos enfermos de los espíritus obsesores.

Si, a veces, el replanteamiento de las tareas del médium obsesado se hiciera necesario, será siempre indispensable que él prosiga transpirando en las actividades del bien, sin que se considere incapacitado para ejecutarlas dentro de las limitaciones que presente.

Apartar al médium del grupo espírita, bajo el pretexto de que él se encuentra fuertemente influenciado por los espíritus sufridores, sería como apartar al enfermo del hospital, negándole el tratamiento adecuado.

Delante de la obsesión, no nos entreguemos a la desesperación, originado por la ignorancia de cuantos tantean la realidad sin que puedan verla. Aprendamos a lidiar con ella, manteniendo la seriedad y la serenidad necesaria. ¡Entonces, aquello que nos parezca un gigantesco problema se reducirá a sus reales dimensiones!

 Extracción del libro "Mediumnidad y Obsesión"
Espíritu: Odilon Fernandes
Médium: Carlos A. Bacelli
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         NO SABEIS LO QUE PEDÍS

Es indudable que la disgregación de la materia impresiona dolorosamente, no sólo cuando esa crisis se verifica en individuos de nuestra familia o de seres amigos: un enfermo que camina lentamente al sepulcro y un muerto que cae en la fosa le causa pena su contemplación al más indiferente. Si es un niño se exclama:
¡Pobre ángel! ¡Pobre flor en capullo!… ¿Por qué no esperas a entreabrir tu corola entre nosotros para que aspiremos el perfume de tu sentimiento? Si es una joven de quince años que languidece y muere se murmura con melancolía: ¡Cuánta dicha perdida! ¡Una familia de menos en la Tierra, de la que pudieran haber salido héroes y genios! Si es una mujer de edad madura, rodeada de sus hijos y atendida y respetada de su esposo, la que sucumbe al peso de su pertinaz dolencia, se dice con tristeza: ¡Qué pérdida tan irreparable! ¡Niños sin madres son hojas secas arrancadas por el vendaval del infortunio del árbol de la vida! Y si es un anciano el que se va, aunque causa menos pena su desaparición, porque su muerte no trunca las leyes de la naturaleza, siempre se suspira melancólicamente; quizás porque nos asusta lo desconocido; más de todos los seres que abandonan la Tierra ninguna causa tanta pena (exceptuando a la madre rodeada de pequeñitos), como una niña de quince años y es que acostumbrados al cumplimiento de las leyes naturales, que todo da fruto, que todo se reproduce, el truncamiento de esa ley impresiona tristemente, más aún, impresiona dolorosamente y hablamos por experiencia.
A pesar de nuestras ideas espiritistas, aunque estamos plenamente convencidos que los muertos viven y que al salir de la Tierra es ventajoso para el Espíritu, puesto que este mundo no es más que una penitenciaría donde se vive muriendo y que la existencia breve (si no se acorta por los abusos), es señal infalible (puede decirse), que no se tienen grandes cuentas que saldar, a pesar de saber con
certeza todo esto, nos impresionamos tristemente siempre que vemos a Elvira, niña que aún no ha cumplido quince años, alta y gentil como las palmeras, de rostro agradable y risueño, con ojos
grandes y expresivos, animados con el fuego de la fiebre lenta que la consume. Elvira nos parece uno de esos arbustos que crecen en el fondo de una sima, privados de la hermosa luz del sol, que toda su
savia la emplean en subir y más subir, buscando los rayos solares; de igual manera ha crecido Elvira, es alta, muy alta, pero sin desarrollo alguno, en su pecho bastante hundido, no hay esas dos protuberancias esféricas tan necesarias a la mujer que, al ser madre, se convierten en dos fuentes de vida, donde los pequeñuelos encuentran el más preciado alimento. Su palidez cadavérica, el brillo extraño de sus grandes ojos, la melancólica sonrisa de sus labios, algo inexplicable que encontramos en ella, todo indica (a no verificarse una crisis inesperada en sentido favorable) que, Elvira, antes quizá de cumplir quince años, dirá a su pobre madre: ¡Adiós, madre mía, los ángeles me esperan! Y dejando caer su artística cabeza sobre la almohada cerrará sus ojos en la Tierra para abrirlos en la eternidad. Siempre que vemos a Elvira murmuramos con tristeza, sin que llegue hasta ella el eco de nuestras palabras:
¿Por qué te quieres ir?… ¡Tienes una familia cariñosa que se ha esmerado en educarte, que se ha complacido en instruirte, no has conocido los horrores de la miseria, tu muerte quizá haga otra
víctima en tu madre! ¡Eres tan joven! ¡Tan simpática! ¡Tal vez encuentres la realidad de tus hermosos sueños permaneciendo en la Tierra! ¡No te alejes, Elvira! ¡No te apartes de nosotros!… y como si la niña comprendiera algo de nuestra dolorosa ansiedad nos mira sonriendo dulcemente, dirigiéndonos chanzas infantiles.
La última vez que la vimos estaba tan pálida que nos impresionó más que de costumbre y dijimos con profunda tristeza: ¡Señor!…
¿Por qué te la llevas? ¡Dejadla entre nosotros! ¡Es tan niña!… y al pronunciar estas frases alguien nos dijo al oído: ¡No sabéis lo que pedís! …
Desde aquel instante nos domina una dulce melancolía, desde aquel día estamos meditabundos y hoy dejamos correr nuestra pluma al impulso de la inspiración, pues hay un ser de ultratumba que nos dice así: ¡No sabéis lo que pedís! Os dije hace algunos días y siempre os diré lo mismo si os oigo lamentar la muerte prematura de una joven. ¿No sabéis que morir es renacer? ¿No sabéis que mientras más corta es la existencia menos responsabilidad se adquiere? ¡Feliz el Espíritu que su adelanto le permite abandonar la Tierra en edad temprana! ¡Verdad que para una madre amantísima es muy triste contemplar a la hija de su alma acostada en un ataúd, cerrados sus ojos!…¡Cruzadas sus manos!… ¡Descansando en su pálida frente una corona de rosas blancas!… ¡Más allí descansará pura!… ¡Aquel cuerpo no ha sido profanado!… ¡Dentro de aquella juvenil cabeza no se ha fraguado ningún crimen!… ¡Ah!… ¡Cuánto hubiera yo ganado si antes de cumplir quince años hubiese abandonado la Tierra! La última vez que estuve en ese mundo elegí una familia modesta y honrada, mis propósitos fueron buenos, pero no realicé ninguno. A pesar de verme muy querida de mi madre y de mis tres hermanas mi Espíritu se asustó ante la lucha de la vida y en lugar de ayudar al desarrollo del organismo que había escogido, procuraba más bien aniquilarlo con repetidos ayunos, puesto que
mi inapetencia era tan extremada que mi pobre madre se volvía loca ante mis obstinadas negativas siempre que me querían dar alimento. Como fui la más pequeña de mis hermanas y antes de
nacer yo murió mi padre (que había sido amantísimo de sus hijos), todos mis deudos quisieron indemnizarme de tal pérdida, queriéndome mucho, desviviéndose todos por la huerfanita, que así
me llamaban; mi nombre de bautismo, (que fue el de Ana) nadie lo pronunció en mi familia, todos me siguieron diciendo la huerfanita que con el transcurso de los años, convirtieron en un nombre
llamándome Fanita. Crecí lánguida, triste y voluntariosa; los mimos de mi familia los agradecía y al mismo tiempo me exasperaban, porque como yo tenía deseos de abandonar la Tierra sin darme cuenta de ello, aquella tiernísima solicitud de mi madre y de mishermanos, me contrariaba tan profundamente, que respondía con desdenes a sus caricias, y ellas decían que la aspereza de mi
carácter era efecto de la enfermedad que me consumía. Cumplí los quince años entre la vida y la muerte, y haciendo mi familia un gran sacrificio, me llevaron a un pueblecito situado en la cumbre de
una montaña, a ver si la pureza de aquellos aires, me reanimaban,acompañada de mi hermana mayor que me quería tanto como mi madre. Allí lograron vencer la repugnancia que yo sentía a tomar alimento; miel, leche, frutas, manteca, vinos bien preparados, aves en abundancia, corderitos recién nacidos, y sabrosísimo pan de flor,todo me fue ofrecido por la familia del Padre Leoncio, cura del
pueblo, que a la razón se encontraba fuera del lugar, y en cuya casa nos hospedamos mi hermana y yo. En breve tiempo se colorearon mis pálidas mejillas, se enrojecieron mis blanquecinos labios, se
animaron mis muertos ojos, y adquirí la fuerza y el vigor de la juventud.
Mi pobre madre vino a verme y me estrechó contra su corazón, creímos todos que la intensidad de su alegría trastornaría su razón. ¡Qué júbilo tan inmenso! ¡Su Fanita su huerfanita adorada que le costaba tantas lágrimas! ¡Tantas angustias! ¡Tantas vigilias!
Pues había velado mi intranquilo sueño noches y noches, pudiéndose decir, que desde que me dio a luz, no había dormido una sola noche tranquila; y aquella niña del milagro, (como muchos me decían) se había salvado de las garras de la muerte, y al salvarse se había transfigurado. De huraña me volví cariñosa, a mi habitual indolencia, a mi pereza nativa, la sustituyó la mayor actividad, tomando parte en todas las faenas domésticas con infantil regocijo. La familia del Padre Leoncio me quiso mucho por mi docilidad y buen deseo, y mi pobre madre me miraba y no podía convencerse que aquella joven activa y laboriosa, fuese su enfermiza y desdeñosa Fanita; cambio tan repentino asombraba a todos, y mi madre no sabía qué hacer, si dejarme en aquel lugar o llevarme a su lado, más el médico le dijo que en cuanto me llevasen a la ciudad desandaríamos el camino andado; y tanto me quería mi madre que, perjudicando los intereses de toda la familia, desoyendo las justas quejas de mis hermanas, que no querían dejar la capital para vivir en un pueblo de la montaña, se estableció en el punto donde yo había vuelto a la vida.
Como toda mi familia me quería entrañablemente al verme risueña y contenta se resignaron mis hermanas de muy buen grado a perder los goces de una gran ciudad y durante un año nuestra casa fue un paraíso. Mi carácter se dulcificó tanto que no parecía la misma, ¡Qué días tan hermosos! ¡Han sido los únicos felices de mi vida!… ¡Todo sonreía en torno mío!… ¡Todo me brindaba amor y alegría! Le tomé afición a la vida y todo el empeño que antes tenía en no alimentarme lo tuve después en estudiar lo que mejor me convenía para adquirir fuerzas. El Padre Leoncio había vuelto de su viaje, era un hombre joven, simpático para todos, menos para mí;  como el corazón rara vez se engaña, cuando en unión de su familia salí a recibirle a una legua del lugar y le vi bajar del caballo para abrazar a su madre sentí unos deseos de huir de aquel sitio, que tuve que dominarme para no cometer una imprudencia.
Cuando me presentaron a él me miró fijamente y un temblor convulsivo se apoderó de mí; desde aquel día sentí una inquietud que se aumentó desde que oí una conversación que tuvo el cura con
mi madre, a la vuelta de un largo paseo por el campo; había cerrado la noche y, sin saber por qué, me propuse expiar a mi madre y al padre Leoncio, que la llevaba del brazo y le decía. No le quede a usted duda que, Fanita, si no se tiene gran cuidado, es muy fácil que se vuelva loca; yo he estudiado medicina y en cuanto la vi conocí que su cabeza no estaba muy segura, pero Dios mediante confío ponerle buena si la deja usted a mi cuidado. Mi madre y todos los míos, que estaban dominadísimos por el clero, creyendo ciegamente que los sacerdotes eran los elegidos del Señor, dieron crédito a sus palabras, pues tuvo buen cuidado de darle aviso a mis hermanas, exigiéndoles el mayor secreto y desde entonces, con una habilidad satánica, el Padre Leoncio impuso a todos su voluntad, convirtiéndose en árbitro de mis acciones.
Comprendí con espanto que toda mi familia me miraba con lástima, creyendo buenamente en el trastorno de mis facultades mentales y, temblando ante un peligro desconocido, ante un monstruo informe que no veía, pero que hasta mí llegaba su aliento abrasador, vi formarse el vacío en torno de mí y, creyendo conjurar la tormenta, llegué a decirle a mi madre que el Padre Leoncio era un miserable seductor, que me perseguía, que me asediaba, que me amenazaba con encerrarme en el hospital de locos, si no cedía a sus impuros deseos y, mientras yo más me exaltaba, cuanto más le
decía a mi madre vámonos de aquí, sacadme de este infierno, más creía la infeliz en mi locura y contaba a mi perseguidor todo cuanto yo le decía. En esta horrible lucha estuvimos algún tiempo, hasta que aquel miserable me dijo claramente: Entre los dos hay un loco y ese soy yo; quiero tu cuerpo, tu hermoso cuerpo de grado o por fuerza, si te resistes te encerraré en un manicomio y de todos modos serás mía, en cambio si accedes a mi loca pasión vivirás con tu familia, diré que te has puesto buena y todo volverá a su antiguo régimen, elige.
Cuando me hicieron tan horrible proposición tenía yo poco más de diecisiete años, tuve miedo al manicomio y a los calabozos de la inquisición y cedí a los frenéticos halagos de aquel hombre, que
abusó indignamente de mi temor y de mi inexperta juventud. Él siguió con su infame comedia, diciendo a mi familia que confiaba ponerme buena, más yo en tanto palidecía y sentía extraños
antojos, mi pobre madre no sabía a qué atribuir mi decaimiento y mi inapetencia hasta que, llegando al colmo de la iniquidad, mi infame seductor le dijo a mi madre que sin duda alguien del pueblo
había abusado de mi trastorno mental y llevaba en mis entrañas el fruto de mi extravío, y que para evitar el escándalo y la deshonra de mi respetable familia él se encargaba de colocarme en un lugar a
propósito para que diera a luz, sin que nadie se enterara de lo ocurrido, pudiéndose decir a todos que me habían puesto en cura.
Mi madre, alucinada por completo, aun besó con transporte las manos de mi verdugo, diciendo que gracias a él se salvaba el honor de su familia, que a él me entregaba, porque sólo en él tenía confianza; y yo aterrada ante tanta infamia de una parte y tanta credulidad de otra, enmudecí y me dejé llevar donde quisieron, acompañada del Padre Leoncio y de una parienta suya muy anciana.
El tiempo que precedió a mi alumbramiento fue tristísimo para mí, las frenéticas caricias de aquel hombre me eran tan odiosas, tan repulsivas, y me daba tal horror y tal asco al pensar que iba a ver
en el mundo un hijo de aquel monstruo, que antes de nacer ya le odiaba, y decidí ahogarle antes que sus miradas me enternecieran.
La fatalidad favoreció mis planes, di a luz lejos muy lejos de la casita que habitaba, burlé la vigilancia de mi carcelera y me fui lejos, muy lejos de mi prisión, y sola, en medio de un bosque me
sentí acometida de horribles dolores que me duraron no sé cuánto tiempo, dando a luz un niño que al lanzar su primer vagido le estrangulé con una rabia feroz sintiendo una satisfacción inmensa al destruir a aquel ser inocente.
Después realmente perdí la razón y cuando la recobré, habían pasado diez años. Cuando me di cuenta que existía, me vi rodeada de seres indiferentes, sólo un anciano me fue simpático cuando dijo:
¡Gracias a Dios! ¡Ya está buena! ¡Pobrecita!… ¡Cuánto ha sufrido!
Todos los sucesos pasados reaparecieron nuevamente en mi memoria, fui preguntando por mi madre, por mis hermanas, por el Padre Leoncio y evitándome impresiones violentas, supe después de
algunos días que mi madre había muerto, que mis hermanas se habían casado, ignorándose el punto de su residencia y que el Padre Leoncio se había marchado a América. Mi familia me había olvidado por completo, ninguno de mis parientes recordaba a la infeliz Fanita víctima de la más odiosa iniquidad; pero como nunca le falta al desgraciado un ser que vele por él, yo tuve al médico del
hospital que era a la vez propietario de aquel santo Asilo; y aquel hombre generoso, aunque hacía cinco años que ninguno de mi familia había preguntado por mí, él me siguió prodigando sus paternales cuidados, consiguiendo con ellos mi completa curación.
Muerta mi pobre madre, que la infeliz murió de pena, no traté de averiguar el paradero de mis hermanas, su vista me hubiera hecho sufrir mucho, al salir del hospital usé mi nombre verdadero, y
Fanita desapareció para siempre quedando en su lugar Ana del Monte, mujer de veintiocho años desengañada de todo, escéptica, atea, negando hasta la existencia de mi ser, con un odio tan profundo, tan feroz, tan implacable a todos los sacerdotes, con un deseo tan vehemente de vengarme de aquel que había causado mi desgracia, mi deshonra, la muerte de mi santa madre, y la desunión de mi familia, que aquella fatal idea se convirtió en pensamiento fijo, más me guardé mucho de decirle a mi protector lo que pensaba; conseguí por su mediación que me admitieran en una casa noble en calidad de doncella de la señora, mujer muy recatada, de muy buenas costumbres, dominada en absoluto por su confesor.
Tres años permanecí en aquella casa adquiriendo noticias y hurtando cuánto dinero podía. Yo no tenía más afán que matar al autor de mi desgracia y para eso necesitaba oro, mucho oro, porque
tenía que hacer una larga travesía por mar y no se me ocultaba que con dinero en todas partes se compraba la conciencia de los jueces y se adquiría la libertad. Secundó mis planes; (sin saberlo) el
esposo de mi señora que me hizo su concubina, guardando la mayor reserva, y un obispo que se hospedó en la casa fue inconscientemente el encargado de decirme que el Padre Leoncio se encontraba en la ciudad de N… dirigiendo la educación de un centenar de niños nobles, en un colegio reputado por el primero en su clase, siendo el Padre Leoncio querido y respetado por la austeridad de sus costumbres y por sus magnánimos sentimientos.
Mi alegría fue inmensa. Di motivos para que la señora me despidiera de su lado, y salí de aquella casa siguiendo mis ilícitas relaciones con el dueño de ella, y cuando tuve todo lo que creí necesario, me embarqué con rumbo a la ciudad N… a donde llegué la víspera de Navidad después de seis meses de viaje. Me hospedé en una fonda, y a la mañana siguiente me hice acompañar al colegio del Padre Leoncio, y llegué en el momento que (según me dijeron), se estaba preparando para dirigir una plática a sus discípulos en el oratorio de la casa; como era día festivo la entrada era pública, me
confundí con los fieles que esperaban anhelantes oír la evangélica palabra del Padre Leoncio.
Salió éste de la sacristía, yo estaba al pié del púlpito y le cerré el paso diciéndole con voz terrible. ¿Me conoces miserable?… y antes de que tuviera tiempo de pedir auxilio, le clavé con mano certera un puñal en el corazón. Ni un ¡Ay! pudo exhalar, quedó, muerto en el acto, la confusión que siguió a mi venganza fue horrible, estuve expuesta a morir despedazada por aquellos alucinados que miraban en el Padre Leoncio un enviado de Dios; por milagro me salvé de las garras de la indignación popular, pero no del poder de la justicia a la que yo misma pedí protección. No me importaba morir, la vida me era odiosa, pero quería antes execrar la memoria de aquel miserable, y ante los jueces declaré todos sus crímenes, toda su alevosía, toda su maldad sin olvidar el menor detalle: con lo
cual me salvé de morir en un patíbulo, siendo condenada a prisión perpetua en la que entré con ánimo sereno porque estaba muy satisfecha de mí misma.
La vida me era una carga odiosa, lo mismo me daba vivir que morir, aquel miserable me había condenado a los más horribles remordimientos; la sombra de mi hijo me perseguía siempre, no
terrible y amenazadora, sino triste, muy triste y dolorida, ¡Pobre hijo mío!… En la prisión concluí mis días rodeada de seres criminales que se reían de mis remordimientos, y cuando dejé la Tierra, ni una mano piadosa cerró mis ojos ¡Ni una plegaria se entonó a mi memoria! ¡Qué diferencia entre el nacer y el morir!… al llegar a la Tierra una madre me estrechó en sus brazos, jóvenes cándidas y buenas me rodearon, y todas exclamaron: ¡Pobre huerfanita!No tiene padre, pero todos la querremos tanto, que no echará de menos su cariño, y me amó mi familia con delirio, todos procuraron hacerme dichosa, quise irme de la Tierra, y su amor me tendió las redes del cuidado y del cariño, de la solicitud y del sacrificio; y cuando su abnegación triunfó de la muerte, cuando toda mi familia se sacrificó por verme sonreír, un hombre sin entrañas, sin corazón, sin sentimiento por satisfacer sus impuras, sus violentísimas pasiones, me arrancó de aquel edén, me cubrió de infamia; me hizo odiosa a mi familia; ¡Que tanto me había amado! Sembró la inquietud y la zozobra en mi hogar, formó el vacío en torno de mí, hasta el punto que cuando salí de mi casa todos se alegraron de mi partida, hasta mi pobre madre, que estaba avergonzada de su Fanita, de aquella niña que tantas lágrimas le había costado
¡Cuanta perversidad se encierra en algunos seres!…
Si a mi pobre madre, cuando me veía morir, le hubiesen dicho. Esa niña que tanto te empeñas en arrancar de los brazos de la muerte, más tarde será infanticida ¡Venderá después su cuerpo para
adquirir oro, y atravesará los mares para matar a un hombre, yendo a morir en una prisión donde nadie cerrará sus ojos! Si mi madre hubiera comprendido lo que me esperaba, creo que ella
misma me hubiera dado la muerte; por eso me disteis lástima cuando mirabais a esa niña pálida y decíais por lo bajo: ¡Elvira! ¡No te vayas! ¡Quédate con nosotros!…
¡Ay! ¡No sabéis lo que pedís! Cuándo deseáis que una mujer prolongue su estancia en ese mundo! Cuidad a vuestros enfermos, eso sí, prodigadles los auxilios de la ciencia y el consuelo de vuestro
amor, pero si se doblan como lirios marchitos, si se inclinan como los sauces buscando una tumba, no os desesperéis, no los llaméis con esos gritos que hacen vacilar a los espíritus.
¡Dejadlos!.. ¡Dejad que los proscritos vuelvan a su patria! ¡Dejad que los prisioneros recobren su libertad! Cuando veáis a una niña que quiere irse, ¡Acordaos de mí! Acordaos de la pobre Fanita que
tantas responsabilidades adquirió en su última existencia y dejad que las vírgenes abandonen la Tierra, ciñendo su frente la corona de níveas rosas, llevando en su diestra la palma, cual símbolo
bendito de su pureza inmaculada.
¡Morir joven! ¡Morir sin manchar las hojas del libro de su vida!…
¡Qué más gloria… qué más felicidad para el Espíritu!… ¡Sabéis lo que vale una existencia sin crímenes!… sin horrores!… sin remordimientos!… Dejad que las jóvenes anémicas dejen ese
mundo, son espíritus que huyen del contagio, y al desear que permanezcan en la Tierra ¡Pobres ciegos! ¡No sabéis lo que pedís!.
Adiós.
¡Aquí se vive tan mal!… los espíritus que piensan se encuentran tan aislados!.. Tan abandonados!,… y las fuerzas son tan escasas en la mayoría de los terrenales, que sucumben muy fácilmente por
miedo, por ignorancia, por frío en el alma: que ávida de calor, le busca a veces en el volcán del vicio, y hasta en el cráter del crimen.
Permanezcan en la Tierra los espíritus fuertes aquellos que a semejanza de los viejos marinos desafían todas las tempestades, y salen victoriosos en la ruda batalla de la vida; y las almas débiles,
las que se han formado un organismo endeble, las que a semejanza de la sensitiva repliegan su corona cuando una mano quiere profanarlas: váyanse en buena hora con sus castos recuerdos dejando en la Tierra una estela luminosa. ¿Te irás Elvira? ¿Dejarás tras de ti, el llanto de tu madre y la tristeza de tus amigos? Si te espera la expiación, si te aguarda la deshonra… vete!… ¡Huye del contagio de la Tierra! No manches con el cieno de este mundo tu virginal corazón, llévate los castos recuerdos de tu infancia, las inocentes alegrías de tu adolescencia! Los besos purísimos de tu madre, y la inmensa simpatía que mi Espíritu siente por ti. 

Amalia Domingo Soler
Libro: La Luz del Camino
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