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viernes, 3 de diciembre de 2010

Cuando el amor acaba



De repente, lo que era luz se hace sombra. Un tiempo de enamoro, las delicadezas y las miradas apasionadas dan  lugar a la amargura, a la frialdad de los días.
Y mucha gente afirma: ¡El amor acabó!
Una frase que recae más pesada sobre los hombros de quien escucha. El fin del amor es quizás la más triste noticia para un ser humano. Después de todo, el amor mueve el mundo y llena la vida con alegría.
¿Pero será que el amor  termina? Después de todo, es un sentimiento tan fuerte que supera la barrera de las relaciones personales y desagua en las relaciones sociales.
Cuando hay un grupo humano hay una necesidad de amor.
El amor de padres, hijos, amigos. El amor entre un hombre y una mujer. ¿Qué importa de qué tipo es el amor?
Basta exista, para que su perfume inmediatamente transforme los  ambientes, ilumine los ojos, el aire se vuelva más ligero.
Y si el amor es tan esencial, ¿por qué lo dejamos terminar? ¿Por qué permitimos que sea una cosa mezquina y sea sofocada?
No siempre sabemos priorizar lo que es realmente importante. No siempre sabemos cuidar de las personas que más amamos.
A veces tratamos mal justamente a aquellos a quien más  queremos. Son nuestros padres, hermanos, esposos e hijos...
Ellos deberían ser nuestra prioridad, pero parecen estar siempre en último lugar. Para ellos deberíamos tener los gestos de bondad, los mimos, las palabras gentiles.
Peor aún es cuando permitimos que los silencios y los vacíos se produzcan en nuestras casas.
Y es como un cáncer, que comienza poco a poco, se instala y se convierte en algo incontrolable.
Y todo porque dejamos de conversar, intercambiar experiencias, para compartir el espacio que llamamos nuestro hogar. Y así vamos nos  alejando de los seres queridos.
Y todavía existe la negligencia. Dejamos de hablar, de sonreír, prestar atención a los de casa.
Concentrados en las personas con quienes tenemos contacto puramente social, gradualmente substituimos el grupo familiar por los amigos, compañeros de trabajo e incluso por personas que acabamos de conocer.
Así vamos  dejando la vida seguir. De repente, cuando nos damos cuenta, el tiempo pasó, los hijos son adultos, los hermanos casados, los padres murieron.
O son demasiado viejos para tener siquiera una conversación divertida al final de tarde. El tren de la vida  siguió y nosotros no lo vimos pasar.
Es cuando llega el arrepentimiento, la nostalgia, el deseo de estar juntos un poco más.
No siempre es necesario esperar: alguien que muera repentinamente, un accidente, una enfermedad inesperada.
Y entonces nos dimos cuenta de que desperdiciamos el tiempo que estuvimos al lado de esa persona especial;
        de aquel hijo divertido;
de aquella madre dedicada;
de aquel padre amoroso;
de aquel compañero que estaba justo al lado, caminando juntos.
No. El amor no muere. Lo dejamos marchitar, desvanecer. Es nuestro descuido, falta de atención y la pereza que asfixia el amor.
Pero basta regar con cuidado, cariño y sonrisas, para que el reviva.
Al igual que las plantas marchitas, el amor bebe las palabras que les dirigimos y se reconstituye.
El amor nunca muere. A pesar de que creemos que él está muerto y enterrado, que desapareció, sólo espera un gesto de amor para hacerlo revivir.
¡Inténtalo! Mire a las personas en tu familia, para tu amor, y recorda las cosas bellas que vivieron.
No dejes que los malos recuerdos te contaminen. Enfoque toda tu atención en los momentos más felices.
Abrace, acaricié, sonría junto, exprese lo mucho que los ama.
Y si de repente, tú corazón acelera, tus ojos se humedecen y una sensación indescriptible de felicidad te envuelve, no hay duda: son los efectos contagiosos y deliciosos del amor.
Redacción del Momento Espirita
En 26.04.2010

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