En sus pasos y ministerios siempre estaban presentes las mujeres abnegadas, que constituían apoyo y nobleza caracterizando la seguridad superior de Sus enseñanzas.
Subyugada por la tradición y relegada a un plano secundario, las mujeres eran objeto de desdén de los hombres, que apenas las utilizaban para reproducción del abuso.
Sin derechos religiosos, en cualquier tipo de participación en el culto, las doctrinas dominantes las tenían en condiciones subversivas, desde las remotas anotaciones del Pentateuco y de las profecías.
Jesús, el Gran Libertador, jamás las discriminó, enseñándoles y renovándoles los sentimientos ultrajados.
En todas las situaciones las engrandeció, generando ceniza entre aquellos que ya se constituían adversarios.
Emulándolas a la permanencia en los deberes domésticos, las convocaba a la construcción del nuevo futuro, por ser las primeras educadoras, responsables por los alicientes del porvenir en la intimidad de los hogares.
Cuando se le acercaban, portadoras de enfermedades de variado orden, o perturbadas por los Espíritus inferiores, las liberaba con inmenso cariño, clamándolas a la perseverancia en los propósitos superiores, manera eficaz de mantener indemnes a las influencias perniciosas de las fuerzas del mal y de la perversión.
Utilizadas sin la menor consideración por su feminidad, cuando sorprendidas en el error, siempre eran acusadas y punidas, más nunca sucedía lo mismo con aquellos que la inducen al delito o las obligaron a la condición servil.
El preconcepto contra las mujeres se hiciera abominable, hediondo.
Siempre hacía referencia a la adultera, a la obsesada y pervertida de Magdala, no en tanto, hay un silencio sobre los adúlteros, los obsesados que buscaban a la enferma vencedora de ilusiones.
Jesús, que penetraba el socavón de los sentimientos, levantó su voz ofreció su comprensión a las mayores víctimas de los errores, en el caso, las mujeres infelices, a las cuales orientó, procurando liberarlas del yugo subalterno a que se sometían.
No era, pues, de causar sorpresa que las mujeres lo siguiesen, que le ofreciesen recursos a favor del ministerio espiritual y fraternal que El inaugurara, agradecidas y conmovidos ante Su amor.
Como consecuencia, a El se deben los primeros gestos a favor de la liberación femenina las trabas que se presentaron a través de los milenios.
…Y fueron las mujeres que no temieron a las circunstancias desdichadas de la via dolorosa siguiéndolo compungidas, y quedando a Su lado y al lado de Su madre en la tragedia de la Cruz.
Como respuesta de amor, fue a la arrepentida Magdalena, a la que El se apareció por primera vez después de la muerte, entonando el himno incomparable de alabanza a la Vida aunque Juan Y Pedro también hubiesen visitado la sepultura donde fue inhumado.
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Narra el Evangelista Lucas (*), que algunas mujeres que habían sido curadas de Espíritus malignos y de enfermedades, le acompaño y a los doce, de entre los cuales, María llamada Magdalena , de la cual habían salido siete demonios, Joanna, la mujer de Cusa, el administrador de Herodes, Susana y muchas otras que los servían con sus bienes.
No fueron pocos aquellos a quien El liberara de Espíritus perversos, a quienes restituyó los movimientos, abriendo sus ojos a la luz, devolviendo el sonido, limpiando el cuerpo de las más variadas enfermedades, y todos Lo abandonaron.
Ninguna voz se irguió para defenderlo o siquiera para justificarlo.
Las mujeres, no en tanto, sin cualquier recelo, estuvieron en la entrada triunfal de Jerusalén como en medio de los soldados desvariados y del pueblo ingrato, siguiendolo con fidelidad.
Jesús sabia que el sentimiento femenino, preparado para la maternidad, no teme a los sacrificios ni recela situaciones penosas, porque está constituida para la renuncia de sí misma y para la abnegación hasta el holocausto, habiéndole sido confiada el ministerio de amar a las criaturas desde el momento de su formación en el seno.
De ese modo, invistió en su sensibilidad y nobleza, confiriéndole confianza y confiándole la dignidad que le había sido retirada por las pasiones subalternas de los antiguos legisladores y de los profetas fanáticos.
Dios a todos nos hizo iguales, estableciendo polaridades para el elevado principio de la reproducción, sin cualquier inferioridad, como parte de otro.
El Creador, que concibió y genero el Universo jamás necesitaría de adormecer al hombre para extirparle la costilla elaborando a la mujer. El proceso de la vida es el mismo, organizando molécula por molécula bajo la Ley de transformaciones incesantes y renovación interminables.
En Su código de amor, no hay lugar para el mal, para la discriminación para las tinieblas… Todo son bendiciones edificantes en situaciones específicas para la finalidad general de la perfección que está destinada a todo y a todos.
Las mujeres, al lado de Jesús, eran las manos del socorro, atendiendo a los enfermos, a los niños aturdidos y rebeldes que le eran llevados, providenciando alimentos y ropas, auxilio de todo jaez entre las aldeas y ciudades, pueblos y ayuntamientos.
La multitud siempre Lo seguía; la masa informe y sufrida, que se conmueve y se irrita, que sigue el rumbo y se extravía, que aplaude y apedrea conforme la situación, necesitando siempre de ayuda en la retaguardia, colocando equilibrio y esclarecimiento , a fin de calmar los ánimos y refundir coraje en los desalientos.
Eran sus voces suaves y compasivas las que tranquilizaban a los exasperados antes de llegar hasta el Maestro; su paciencia y gentileza que amainaba la ira y la rebeldía procedentes al contacto con El constituyendo seguridad y alivio para las pruebas que los desesperados cargaban en un clima de reparaciones dolorosas.
Conocidas ya, recurrían a sus caricias muchas otras mujeres amargadas, que experimentaban el oprobio y la humillación doméstica, y las cuales confortaban con su propio ejemplo de fe.
Jesús las necesitaba, depositando en ellas esperanzas a favor de un mundo nuevo donde no existiesen las discriminaciones, ni los preconceptos de cualquier naturaleza.
¡Jesús y las mujeres! …
…¡Y los niños, y los hombres de todos los tiempos!
Por eso, Su mensaje nunca más desaparecerá de la humanidad y jamás se apagará de la memoria de los tiempos, hasta el momento del gran encuentro con el más allá de las formas y de la transitoriedad del mundo material.
Divaldo Pereira Franco
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