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jueves, 23 de septiembre de 2010

CANCER




Cáncer, enseñanza de la Vida

El cáncer, como toda enfermedad compleja, dolorosa y agobiante, representa una etapa difícil de aprendizaje en la experiencia humana, pues asume matices especiales ya que involucra a todos los que conviven con ella, no sólo al propio enfermo y sus familiares, sino también al médico-asistente y su equipo.

El oncólogo es un profesional de la salud agraciado con la oportunidad de vivir cambios interiores concretos, que lo harán convertirse de aprendiz en misionero. Son enseñanzas entresacadas a lo largo de los años, en la convivencia constante con el dolor ajeno y la realidad trascendente de la muerte.


Si el médico alía a su conocimiento técnico la asistencia abnegada, llena de amor y compasión, y ofrece al enfermo, además de los recursos terapéuticos, el consuelo fraterno, tiene una valiosa oportunidad de crecimiento espiritual. Al actuar así se pone en la condición del trabajador que toma la carretilla y ara el terreno árido de sus propios defectos. En el trato con los pacientes recoge enseñanzas preciosas y transformadoras. Si pierde esa oportunidad, no sabe cuándo se renovará, en el transcurso de las vidas sucesivas.

Cuando el médico aporta recursos internos y externos para minimizar el dolor a su alrededor, y ayuda al enfermo a ver nuevamente el brillo del sol, es como si recibiese el galardón prometido a los justos, el premio por haber cumplido su deber, que lo hace feliz en ésta y en vidas venideras.

Quienes no han roto aún las cadenas milenarias del egoísmo, que cargan en sus corazones la dureza de sentimientos, en fin, que no se sensibilizan con la dimensión humana del sufrimiento ajeno, no alcanzan el verdadero crecimiento espiritual en el ejercicio de la profesión. Tampoco son felices quienes proceden así, porque la dicha efectiva sólo se construye en el deber cabalmente cumplido.

El Instructor Espiritual Jerónimo, en Obreros de la Vida Eterna, afirma que “... cada hombre, por sí, se elevará al cielo o bajará a los infiernos transitorios, en conformidad con las disposiciones mentales a las que está arraigado”.



Cada ser humano es, pues, fruto de sus propios pensamientos, de sus propias acciones.
El paciente portador de neoplasia maligna, enfermedad compleja, capaz de burlar las líneas especializadas de las defensas orgánicas, por más que pasen años de la patología inicial, es en verdad un hermano debilitado que recorre el arduo camino de la vida, muchas veces, desalentado y temeroso.
Aún cuando no sea un pariente, es nuestro deber asistirlo, según las normas divinas del amor, que nos recomiendan servir a los hermanos del camino, sobre todo a los más débiles.

Como modesto colaborador de la obra divina, el oncólogo necesita desarrollar la compasión, prepararse para la triste evolución del deterioro del cuerpo físico, estar atento a los achaques del enfermo, aliviarle el dolor físico y moral, alentarlo a proseguir sin desánimo hasta el último hilo de vida terrenal, mirando con los ojos del alma al ser radiante, amado y generoso que Dios le confió.

Por Kátia Marabuco
Es médica oncóloga y presidente de la AME-Piauí


Reproducido de la revista Salud y Espiritualidad

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