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martes, 6 de marzo de 2012

Las tablas de la ciencia





    Algún tiempo atrás,  cuando el hombre comenzó a transmitir por escrito lo que le preocupaba, describió por vez primera un sueño común a todos los mortales: un día podremos saber por qué vivimos en esta tierra; descubrir el motivo de nuestra existencia y la del universo.

    Unos creyeron acceder a este conocimiento decisivo mediante una revelación mística. Otros optaron por encontrar la clave a través de la lógica y la razón. En nuestro mundo moderno, la mayoría ve en la ciencia el camino adecuado para alcanzar este preciado objetivo.

    No obstante, siempre queda algo sin respuesta. La verdad a la que los investigadores creen acercarse una y otra vez resulta ser, una imagen engañosa, una quimera. Aún así, los científicos no han renunciado con facilidad a buscar una explicación definitiva sobre el universo. En el mundo moderno, lo han hecho a partir de un supuesto básico: para poder explicar la existencia del cosmos a través de la razón, es necesario que éste sea, en sí mismo, un ente racional.

    Sabido es que dicho supuesto no ha sido común a todas las culturas. En la antigüedad, muchos pueblos creían que la naturaleza se encontraba bajo el control de unos dioses caprichosos que ejercían un poder arbitrario. Por eso, a los hombres les resultaba imposible comprenderla y mucho más predecirla. Otras civilizaciones consideraron el universo como algo fundamentalmente irracional, puesto que no se le puede aplicar ningún principio de ordenación básica. Nuestras actuales ciencias hunden sus raíces en la Europa medieval y han surgido bajo la influencia doble de los filósofos griegos y de la teología judeocristiana. Los primeros, profundamente convencidos de la fuerza del razonamiento sistemático, creían que al hombre le es posible descubrir la esencia del cosmos mediante el pensamiento lógico. Algunos, entre ellos Pitágoras, pensaban que el universo era matemático por naturaleza y que sólo se necesitaría desarrollar y perfeccionar las matemáticas para poder explicar todos sus secretos.

    En el fondo, los números y las formas geométricas eran para los griegos los eslabones de unión con la lógica fundamental del universo. Esta idea perduró en la lengua latina: la palabra ratio (razón) tenía para los romanos un sentido de clasificación o relación matemática.

     Por su parte, la religión judía aportó la idea de un Dios transcendente que creó el mundo y le impuso sus leyes. Desde esta perspectiva, la evolución del universo es comprensible: comienza con la creación y se desarrolla hasta alcanzar un estado definitivo. De modo que los acontecimientos y procesos ocurridos en la naturaleza aparecen como parte del plan divino.


Las leyes físicas son tan absolutas como antes lo era Dios 

    Esta imagen de Dios como legislador todopoderoso fue transmitida también a la doctrina cristiana e imperó en la cultura europea medieval, mientras se arrumbaba la filosofía clásica. En el siglo XIII, sin embargo, el Viejo Continente volvió a descubrir las obras de pensadores como Platón y Aristóteles, gracias a las traducciones de los filósofos árabes. La mezcla de las dos concepciones del universo puso los cimientos del pensamiento occidental.

    Tomás de Aquino, que estudió en Colonia y se hizo famoso en París, comenzó a aplicar al estudio de la Teología, las rigurosas técnicas de la geometría griega, con sus axiomas (principios no demostrables, pero reconocidos como ciertos) y teoremas (tesis demostrables) . La doctrina tomista imaginaba a Dios como un algo perfecto y racional; es decir, consciente. Este Dios habría creado el universo como signo de su inteligencia superior.

    Lo esencial en este pensamiento es que Dios, el creador, existe fuera del tiempo. Por ello, sus leyes son verdades eternas -algo parecido a lo que pensaban los griegos sobre sus teoremas matemáticos-. El Dios de Tomás de Aquino es abstracto y está por encima de nuestra realidad. A pesar de ello, su idea ha determinado el pensamiento cristiano durante muchos siglos y, por lo tanto, también el pensamiento europeo.

    Todavía cuando Isaac Newton y sus contemporáneos del siglo XVII crearon los fundamentos de la física, estaban convencidos de que con sus descubrimientos seguían las huellas de Dios y de sus obras. Creían firmemente que el orden racional descubierto en la naturaleza tenía su origen en la divinidad. Estos científicos se imaginaban un universo cuyo orden regían unas leyes naturales muy concretas que, a sus ojos, eran ideas de Dios. Tal concepción perduró en generaciones científicas posteriores, que perpetuaron la creencia de que las leyes de la naturaleza son eternas.
    Más tarde, se imaginaron las leyes como algo ´fluctuante libremente´, como simples principios reguladores, que venían dados, sin pararse a pensar más en su validez.

    El  último estadio fue traspasar a las propias leyes algunas de aquellas propiedades que se habían adjudicado al Dios de quien se creía que procedían.

    Así continúa siendo hoy. Los investigadores coinciden en que las leyes básicas de la física son, en general, válidas, absolutas, todopoderosas y eternas. Además, muchos creen que estas leyes son también transcendentes; es decir, que existen por sí mismas, indiferentes al estado físico en el que se encuentre el universo.

    La creencia newtoniana en la inspiración divina ha sido definitivamente abandonada, pero no se ha explicado el auténtico origen de las leyes naturales. Es más, resulta curioso que la mayoría de los científicos de hoy en día no malgasten ni un minuto de su tiempo en explicar de dónde proceden los principios de la ciencia. Y eso que esta gigantesca empresa que denominamos ciencia se basa, precisamente, en que el universo es un sistema regido por leyes racionales y aprehensibles.


Un código secreto enmascara los principios naturales

    El recurso a la divinidad resolvió muchos problemas en un tiempo de fervor religioso como el que les tocó vivir a Newton y sus discípulos, pero su abandono crea un vacío serio en el pensamiento de nuestros días. De hecho, si renunciamos a creer en las leyes naturales como ideas de Dios, podemos convertir a la ciencia en algo cercano alo enigmático. Un enigma que se hace mayor cuando se considera que las leyes de la naturaleza no son, de ningún modo, fáciles de entender.
    Piénsese si no en la sencilla ley de la caída de los cuerpos. Galileo Galilei sólo llegó a comprenderla después de haber realizado muchos experimentos y haberla observado cuidadosamente durante largo tiempo. Y cuando luego se atrevió a formularla, chocó con el escepticismo general. El problema es que la mayoría de las personas no pueden ver intuitivamente que los cuerpos, tanto pesados como ligeros, se aceleran del mismo modo al caer bajo el influjo de la fuerza de la gravedad terrestre. Esta ley se oculta también frecuentemente detrás de la máscara de la resistencia del aire, que nos impide acceder al verdadero fundamento de la caída de los cuerpos, si no contamos con un complicado sistema de conocimientos físico-matemáticos.

    En fin, después de olvidar la herencia divina, la ciencia se da cuenta de que las leyes naturales son difíciles de comprender a simple vista, sin la ayuda de elementos transcendentes que expliquen lo que la lógica no puede llegar a abarcar.

    El físico norteamericano Heinz Pagels habló de un código cósmico secreto para referirse a la dificultad de aprehensión de la ciencia. Las leyes de la naturaleza, decía, están redactadas en una especie de escritura cifrada, por lo que no las podemos percibir directamente. La misión de los científicos sería hincarle el diente a este código y descifrar el mensaje, lo que sólo se consigue a través de una equilibrada combinación de experimentos y teoría. Heinz Pagels pensaba que el experimento es una consulta a la naturaleza. En este interrogatorio, el científico recibe respuestas en clave. Luego, el teórico intenta descifrar las respuestas y ordenarlas de una forma racional.

    Pero el interrogante no acaba aquí. En este orden de cosas, los científicos ateos se encuentran ante un nuevo problema. ¿De dónde viene esta aptitud del hombre para descifrar las leyes de la naturaleza? Si nuestras cualidades intelectuales son el resultado de una evolución biológica, igual que nuestras propiedades corporales, será de esperar que nuestra capacidad de deducir las leyes de la naturaleza lleve consigo una ventaja en la lucha por la vida. Pero esto es precisamente lo difícil de reconocer.

    A veces se dice que ya es una ventaja en la vida el poder esquivar los objetos que caen desde lo alto, saltar por encima de los arroyos y poder captar los ritmos naturales, como el de las estaciones del año. Pero estas aptitudes no se consiguen precisamente con la inteligencia, sino que se nos dan de un modo puramente intuitivo. Y no sólo el ser humano lo consigue, sino que también lo logran muchos animales, que ciertamente no pueden desarrollar ninguna facultad de comprensión de las leyes científicas. La capacidad de superar tales situaciones está simplemente archivada en el cerebro, porque se han tenido anteriormente experiencias en situaciones similares. Por ejemplo, cuando nos apartamos al ver caer un árbol, no utilizamos los conocimientos sobre las leyes de la física adquiridos a través de la investigación.
Es cierto que las ciencias de la naturaleza han logrado éxitos altamente espectaculares en los campos de la física atómica y de la astrofísica, pero nadie deducirá que es más fácil sobrevivir en la selva para alguien que sepa penetrar en los secretos del átomo o calcular la estructura de un agujero negro. Evidentemente, nuestros cerebros están adecuados de una forma admirable para comprender los modelos y principios del ordenamiento de la naturaleza, precisamente en aquellos campos que no tienen la más mínima importancia para la evolución biológica de la especie. Sin embargo, en términos estrictos de supervivencia, parecería que gozamos de las mismas ventajas que otros animales avanzados.
El misterio es aún mayor si examinamos cómo se utilizan los conocimientos científicos. La mayor parte de nuestros resultados en el campo de las denominadas ciencias exactas están formulados en lenguaje matemático. Todas las leyes fundamentales de la física se pueden expresar simplemente y de forma resumida a través de fórmulas numéricas.

    La idea que impulsaba a los filósofos naturalistas griegos de la antigüedad de que el mundo do no sería otra cosa que una manifestación de principios matemáticos ha continuado viva hasta hoy, sobre todo en la teoría física.

    Naturalmente, el físico matemático actual tiene en su mano más medios que la sola geometría euclidiana para introducirse en los secretos de la naturaleza. Por ejemplo, puede utilizar modernas ramas de las matemáticas, como la teoría de grupos, la geometría diferencial y la topología. Es tal la importancia de las matemáticas que el astrónomo inglés Sir James Jeans llegó a exclamar: «Dios es un matemático».

    Las matemáticas, en cualquier caso, no nos han sido dadas por la evolución, sino que son un producto de la inteligencia humana superior. Surgen de las partes altamente desarrolladas de nuestro cerebro, el órgano más complejo que conocemos. No resultará entonces raro que un sistema tan evolucionado permita entender los procesos más elementales de la naturaleza. Pero esta posibilidad de resolver problemas de cálculo integral o ecuaciones diferenciales apenas sí supone una ventaja biológica.

    No hay que desdeñar, sin embargo, la importancia de las aptitudes matemáticas en nuestro mundo. Fijémonos, por ejemplo, en la aparición esporádica de genios, que nos sorprenden con sus extraordinarias capacidades. Personajes de este tipo existen en cada generación, lo que demuestra que las aptitudes matemáticas extraordinarias tienen que estar grabadas como factor estable en los genes humanos hereditarios. Pero, ¿por qué?

Ahora se aclaran la mayoría de los procesos de la naturaleza

    En los últimos años se ha impuesto en el campo de la física matemática un objetivo prioritario:   la    unificación. Muchos físicos teóricos esperan y confían en que todas las leyes básicas de la física puedan fundirse en una única super ley. Esta teoría se podría expresar como una breve fórmula matemática, suficientemente corta para que pudiera ser impresa sobre una camiseta. A partir de esta fórmula, se podría deducir luego la descripción de toda la naturaleza.

    El matemático Stephen Hawking estaba totalmente imbuido de esta esperanza cuando tituló su lección magistral de ingreso en la Universidad de Cambridge con la siguiente pregunta:

     ¿Está a la vista el fin de la física teórica? Naturalmente, puede tratarse de un exceso de optimismo. Pero lo cierto es que, en los tres escasos siglos transcurridos desde Newton, la ciencia ha realizado suficientes progresos para poder explicar con teorías matemáticas ya existentes una enorme cantidad de fenómenos de la naturaleza. Muchos físicos creen incluso que tenemos buenas explicaciones para la mayoría de los procesos naturales.

    Por ejemplo, las teorías de las cuatro fuerzas fundamentales, complementadas con la mecánica cuántica, se van confirmando cada vez más con los nuevos experimentos y observaciones. Con estas teorías no sólo podemos hacer comprensible el micromundo interior de un átomo sino que nos sirven igualmente para explicar fenómenos cósmicos. Así, puede decirse que la teoría física disponible actualmente comprende, aunque de forma provisional, una descripción exacta del mundo, desde los campos más pequeños hasta los más grandes.

    Uno puede pensar que las leyes que rigen el universo son demasiado complicadas para nuestra inteligencia. Pero, sorprendentemente, no es así. Es verdad que, según todas las apariencias, estas leyes están consignadas en clave y tienen una enigmática profundidad. Pero, al mismo tiempo, son absolutamente comprensibles, si se utilizan las matemáticas, cuyo grado de dificultad queda dentro de las posibilidades humanas.

    La feliz circunstancia de que esto sea así merece una consideración más exacta. Si lo examinamos, surge algo sorprendente. Un matemático-físico únicamente estará preparado para la investigación básica al cabo de unos 20 años de estudios y formación. Por otro lado, la historia de la ciencia nos demuestra que la mayoría de los grandes avances en este campo ha sido conseguida por científicos jóvenes, cuyas edades rondan los 30 años. Ambos valores se complementan. La duración de la preparación necesaria es sólo un poco más corta que el tiempo de la mayor productividad. En otras palabras, los hombres suelen alcanzar al mismo tiempo una experiencia matemática madura y la creatividad suficiente para poder colaborar en la tarea de descifrar el código cósmico.


Hay verdades matemáticas que son indemostrables

    Hay que recordar que la vida, el tiempo de máxima actividad y el período de formación de una persona son valores puramente biológicos (la formación depende de la capacidad física de aprendizaje) . Todos los valores biológicos, a su vez, se derivan de procesos de selección evolutiva. Resulta, pues, inimaginable que exista cualquier tipo de relación entre estos procesos naturales y la complejidad matemática de las leyes. Por ello es curioso que todos los hombres estén capacitados para comprender los principios científicos en el mismo tiempo biológico.

    Puede haber personas que dejen de lado estas realidades y consideren que carecen totalmente de importancia, que son una casualidad. Pero, en mi opinión, tales realidades indican una profunda relación entre nuestra existencia como seres racionales y la existencia del universo natural con sus diferentes leyes y sistemas. Con ello, no pretendo negar que en el Homo sapiens haya algo especial. Pero afirmo que la aparición del conocimiento, como un fenómeno del universo, en un determinado lugar y en un determinado tiempo concreto, no es ningún suceso casual, sino fundamental.

    Llego a esta conclusión, porque resulta claro que el conocimiento -el nivel más alto de desarrollo- va unido a la estructura del mundo natural, sus leyes y sus partículas -el nivel más bajo de desarrollo-.

     El físico David Deutsch, de la Universidad de Oxford, ha destacado un aspecto especialmente raro de esta relación, al certificar una convivencia extraordinaria entre las leyes matemáticas y las que rigen la naturaleza. Sus ideas tienen algo que ver con la teoría matemática y, por lo tanto, no es tan fácil de explicar. De modo que tendremos que hacer algunas aclaraciones previas.

    A los ojos de la mayoría de las personas, las matemáticas son una serie casi inabarcable de relaciones formales. Por ejemplo: la cantidad A equivale a la cantidad B, si de la cantidad B se resta la cantidad C. Hay tantas relaciones de este tipo, que una persona sólo podría realizar efectivamente una mínima parte de ellas, aun que dedicara a ello toda su  vida.

    Sin embargo, existe la creencia muy generalizada de que todas las operaciones matemáticas pueden ser realizadas con un ordenador  adecuadamente potente y el tiempo necesario. Es una opinión errónea.

    Juiciosos científicos, como el matemático Kurt Göde1 en los años treinta, demostraron que hay verdades matemáticas que son desde luego ciertas, pero que no pueden ser demostradas. Y esto no ocurre sólo en algunos campos abstractos de las matemáticas, sino también en las operaciones de cálculo cotidianas.

    Poco después de que Gödel publicara su hallazgo, el matemático inglés Alan Turing lo utilizó para demostrar que hay cifras que no pueden ser calculadas. Son cifras que, aunque está demostrada su existencia, no se derivan de ningún cálculo realizado por cualquier procedimiento matemático sistemático (algoritmo). De modo que sólo podemos resolver una pequeña parte de las verdades matemáticas existentes.

    Junto a estas ideas, cobra especial importancia el pensamiento del mencionado David Deutsch sobre la relación entre las leyes matemáticas y las naturales. S gún el físico de Oxford, «el modo de trabajo de un ordenador depende de la estructura del mundo natural. Es una parte de este mundo y por lo tanto consta de los materiales en él existentes. Lo mismo puede decirse del cerebro humano: la forma de calcular de un ordenador o la manera de pensar de nuestro cerebro dependen de cómo sean las leyes de la naturaleza».

    Y de todo esto, ¿qué deducimos? Simplemente, que lo que puede y lo que no puede ser calculado es decidido por las leyes de la física. Ya se ha comentado aquí cómo se adaptan nuestras matemáticas, inventadas por el ser humano, a las leyes de la naturaleza; de qué forma tan magníficamente sencilla pueden describirse con ellas los fenómenos naturales.

    De modo que, con esta apreciación, se cierra el círculo: las leyes de la física permiten que surja un mundo en el que son posibles determinadas operaciones matemáticas que, a su vez, explican las leyes de la física. Trabalenguas éste, que nos lleva a la siguiente pregunta. ¿Es este círculo cerrado algo exclusivo de nuestro universo? ¿Es nuestro mundo el único en el que se puede calcular su código cósmico? Si existen otros mundos, independientemente del nuestro, ¿pueden surgir en ellos también unas estructuras complejas, como los seres vivos biológicos, que sean conscientes de su entorno?  Debemos preocuparnos de estas cuestiones que van mucho más allá del campo de la física, para adentrarse en la metafísica. No conocemos las respuestas. Yo, personalmente, creo que la coincidencia entre seres racionales, capaces de pensar matemáticamente, y la estructura matemática de su mundo es tan improbable que tiene que ser única. La relación descrita entre matemáticas y mundo natural nos proporciona una cadena de pruebas en favor de que la inteligencia no ha surgido casualmente en el universo, sino que es una propiedad fundamental de éste.

    Como comprobantes adicionales, hay que añadir las curiosas casualidades, conocidas bajo el concepto de principio antrópico.

    Desde hace algún tiempo, los científicos han percibido que nuestra existencia depende con una gran exactitud de toda una serie de circunstancias evidentemente felices. 

    Un ejemplo: si las leyes físicas de la naturaleza fueran sólo un poco distintas de lo que son en realidad, no podrían existir estructuras importantes para nosotros, como las estrellas estables que queman hidrógeno, caso de nuestro Sol. Tampoco podrían haberse desarrollado las condiciones necesarias para que surjan y existan seres vivientes biológicos. Sólo en un universo con leyes y condiciones como las que se dan efectivamente en el nuestro podrían surgir seres racionales y preguntarse luego por el sentido de la vida.

   Aún estamos lejos de conocer la conciencia de Dios

 Ya se ha especulado frecuentemente sobre la cuestión de si las leyes de la naturaleza están codificadas de forma óptima. El filósofo alemán Leibniz afirmaba que vivimos en el mejor de todos los mundos posibles. Esto ha hecho que en nuestro tiempo surjan científicos que defienden esta idea y quieren hacer de ella una afirmación matemática exacta.
Al final de estas controversias debe resultar un principio de la máxima multiplicidad. Nadie puede decir qué es lo que ocurrirá en el futuro con el hombre. Quizás los vertiginosos progresos científicos que estamos viviendo actualmente son sólo una escapada solitaria dentro de un desarrollo por lo demás tranquilo.

    Y quizás estemos tan lejos como siempre de conocer la conciencia de Dios.

    Pero yo me siento obligado a creer que, a través de la ciencia, podemos tener efectivamente a nuestro alcance los fundamentos racionales de la existencia natural. Esta confianza se basa en que hemos descifrado ya grandes partes del código cósmico y que algún día conoceremos quizás toda la verdad. Y esto me parece demasiado admirable para que pudiera tratarse de una simple casualidad.

    De un modo extraño, quizás por caminos inescrutables, parece que hubo algo o alguien que quiso que los humanos estuviéramos aquí.

   Artículo de Paul Davies. Profesor de Física Teórica en la Universidad de Adelaida, Australia.
Texto reproducido y digitalizado de la revista Muy Interesante nº 131 – Abril de 1992





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